Revda. Lydia Muñoz. Foto cortesía de la Iglesia Metodista Unida Swarthmore.
Artículos de Opinión
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Durante mi infancia, nunca supe bien qué hacer con María, la madre de Jesús. En mi hogar evangélico, María no era el centro de atención, sino que se la evitaba. Mis padres albergaban un arraigado sentimiento anticatólico, producto de dolorosas experiencias con sacerdotes y monjas. El evangelicalismo les parecía una liberación, un espacio donde la fe se sentía más personal y autónoma, al menos hasta que los mismos patrones de control y exclusión reaparecieron también allí.
Con el paso de los años, he aprendido que ninguna tradición religiosa es inmune al pecado de la discriminación. Los seres humanos tenemos una notable capacidad para tomar lo sagrado y convertirlo en arma, transformando la belleza en barrera y la fe en miedo.
Pero todo cambió para mí cuando, pastoreando en Harrisburg, Pensilvania, entablé amistad con refugiados de Túnez. A través de ellos, descubrí la reverencia de la Iglesia Ortodoxa Oriental por María como Teótokos, la Madre de Dios. Su devoción no era distante ni ritualista; era una relación profunda, tierna y trascendente. Y por primera vez, María me cautivó.
La historia de María no es una historia de pasividad. Es la historia de una joven que desafió las expectativas, el miedo y las limitaciones que le imponían. Las Escrituras nos dicen que se asombró ante el saludo del ángel, pero una vez que discernió el llamado de Dios, no dudó. Se mantuvo firme ante el juicio de su familia, las consecuencias sociales e incluso las dudas del hombre con quien estaba comprometida. María colaboró con Dios. Se adentró con valentía en algo que parecía imposible y, al hacerlo, trajo al mundo el sueño de Dios para la humanidad.
A veces imagino el momento en que regresó de visitar a Isabel, con su vientre revelando la verdad antes que sus palabras. Imagino el rostro de José, atónito, desconcertado, tratando de comprender. E imagino a María de pie, con una valentía que infundía serenidad a la habitación. Después de todo, el valor es contagioso. Y a veces surge en los lugares más inesperados, como en el corazón de una joven pobre de la Galilea rural.
Unos 190 años después, el escritor cristiano primitivo Tertuliano registró una historia extraordinaria conocida como “Los Hechos de Pablo y Tecla”. Muy apreciado en las tradiciones orientales y coptas, el texto narra la historia de Tecla, una joven noble que escucha la predicación de Pablo, recibe el bautismo y se niega al matrimonio concertado para ella. Su rebeldía la lleva a ser condenada a muerte: es arrojada a las fieras, pero en dos ocasiones, una leona la protege. Su supervivencia se convierte en una señal, un milagro. Es liberada y finalmente se retira a una cueva, donde durante setenta y dos años enseña, sana y forma una comunidad de mujeres consagradas a Cristo.
El coraje es contagioso. Y a menudo me pregunto: ¿Por qué enseñamos la historia de Daniel en el foso de los leones, pero guardamos silencio sobre la de Tecla?
El mes pasado, tuve el honor de compartir tiempo con valientes clérigos/as y laicos/as de la Conferencia Anual del Norte de Illinois, junto con el Obispo Schwerin. Líderes como las reverendas Hannah Kardon, Lindsey Joyce, Fabiola Grandon Mayer y Rosa Garcia —verdaderas Marías de nuestros tiempos— están orando y actuando, trabajando con Dios para construir un mundo más justo.
Y hoy, innumerables Marías y Josés —padres, madres, vecinos/as, voluntarios/as— se oponen a las redadas y a las fuerzas de deportación de ICE para proteger a sus comunidades. Acompañan a las familias a las escuelas y a las tiendas, vigilan las esquinas con silbatos, hacen recados para quienes no pueden salir de casa y comparten el evangelio liberador a través de la acción, la presencia y el amor.
Su valentía me conmueve profundamente. Si los más vulnerables entre nosotros pueden enfrentarse al peligro, ¿cuánto más exige el valor de quienes gozamos de privilegios?
Nosotros —la Iglesia, la comunidad, las personas de fe— estamos invitados a la misma valentía. Todos somos María, si nos atrevemos a serlo. Nosotros también podemos alzar nuestras voces y hacer eco de su Magníficat:
Has mostrado la fuerza de tu brazo;
has dispersado a los soberbios en su arrogancia.
Has derribado a los poderosos de sus tronos
y has exaltado a los humildes.
Has colmado de bienes a los hambrientos
y a los ricos los has despedido con las manos vacías.
Que este espíritu valiente nos acompañe en el nuevo año y más allá.
* La Revda. Lydia E. Muñoz es presbítera ordenada en la Iglesia Metodista Unida. Actualmente se desempeña como directora del Plan para el Ministerio Hispano-Latinos (PHLM). Para leer el artículo original abra el enlace aquí.